Nuestro Señor y Salvador

Mientras Dios, nuestro Padre, ha revelado en las Escrituras algo de su majestad, poder y santidad en el universo y en su amor y compasión por los hombres, podemos conocerlo mejor por medio de su bien amado Hijo, quien vivió tan cerca de su Padre en oración, en vida y enseñanza, al grado de poder decir a Felipe: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9).

Hasta un estudio superficial de las Escrituras demostrará que Dios no sólo reveló la gloria de su compasión, gracia, misericordia y verdad a Moisés, sino que manifestó todo esto a la nación de Israel, quienes eran con frecuencia una gente “dura de frente y obstinada de corazón” (Ezequiel 3:7; Deuteronomio 9:13). Como su Padre, Jesús manifestó los mismos atributos tanto a los justos como a los pecadores.

Inmediatamente después de su bautismo y su tentación en el desierto, Jesús comenzó su ministerio con una declaración de su misión para que los hombres pudieran ver que su carácter y obra habían sido predichos por el Padre. La declaración procedía de una profecía de Isaías que Jesús leyó en la sinagoga de su pueblo: “El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de cárcel; a proclamar el año de la buena voluntad de Jehová” (Isaías 61:1-2).

Servicio abnegado
En Dios, el Padre, en sus ángeles, y en Jesús existe la misma característica de servicio abnegado: es un atributo propio de la naturaleza de los inmortales del universo, y la grandeza de la tarea a la cual han sido llamados los santos es la de integrar una sociedad en la cual el Padre cree que son capaces de participar. Esto había sido puesto en claro a los ángeles, pues de lo contrario no habría dicho uno de ellos en Patmos a Juan: “Yo soy consiervo tuyo, y de tus hermanos” (Apocalipsis 19:10).

En el siglo primero cualquiera que conociera a Dios y viviera a la expectativa de la venida del Mesías (como era el caso de los sabios que buscaban al recién nacido Jesús) estaría buscando a alguien que manifestara las divinas gracias de amor y servicio. Aquellos que recibieron a Jesús reconocieron estas cualidades en él. Durante todo su ministerio él manifestó claramente por sus palabras y hechos que él había venido a servir. Cristalizó su entero propósito en las palabras: “El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:28). Para dar: esto era Jesús manifestando el amor y la compasión de su Padre, no deseando que ningún pecador arrepentido se perdiera, y listo para dar su más valiosa posesión, su vida, como rescate por aquellos que lo seguirían.

Jesús buscaba a los pecadores que estuvieran humildemente arrepentidos. No estaba interesado en el egoísmo que se autojustifica. Y en aquellos que lo buscaban depositaba la compasión, gracia, misericordia y verdad que su Padre había manifestado a Israel. El nunca rechazó un sincero llamado de ayuda, y puesto que él es aún el mismo Jesús, todavía está a la mano para confortar.

El hombre que llegó a Jesús para decirle que los discípulos habían fallado en curar a su hijo de un espíritu mudo le dijo: “Si puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros y ayúdanos” (Marcos 9:22). Jesús instintivamente sentía la compasión de su padre por los sufrimientos de la humanidad y siempre respondía y responderá a la solicitud de un desvalido. En el caso de este muchacho, realizó la curación señalando a los discípulos que esa clase de sanidad sólo podía hacerse después de oración y ayuno, estando cerca del Padre para absorber su compasión y su gracia. Hasta que eso se hace, nuestros propios corazones carecerán de la piedad y la gracia (el divino encanto) para ayudar a otros.

Cuando Jesús y los discípulos iban camino de Jericó después de la proclamación del propósito de su ministerio (Mateo 20:28), dos ciegos que estaban sentados a un lado del camino gritaron: “¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de nosotros!” (Mateo 20:30). Los escribas y fariseos pueden haber estado ciegos a los atributos de la gloria divina de Jesús, pero no así los enfermos, los cojos, los ciegos. Ellos buscaron y encontraron compasión y misericordia y fueron liberados de las cargas del pecado. Los dos ciegos recibieron su vista “y le siguieron” (Mateo 20:34).

Juan, al final del ministerio de Jesús, había captado el espíritu de su vida y enseñanza: en su evangelio dijo que cuando la Palabra de Dios se hizo carne y moró con los hombres, “vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14).

La verdad no es sólo el conocimiento de la doctrina: es conocimiento de Dios y de Jesús. Implica una vida llena de compasión, gracia y misericordia que son los frutos del amor divino. Estos permanecerán cuando el conocimiento de la doctrina se haya desvanecido (1 Corintios 13:8).

Jesús pudo no haber sido la expresa imagen de la persona de Dios si no hubiera manifestado estas cualidades de gloria. Así como era, es y será el Padre, así también el Hijo. Como hijos adoptados del Padre tenemos que manifestar la semejanza familiar. Tal como Pablo escribió a los efesios, tenemos que ser “imitadores de Dios como hijos amados. Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Efesios 5:1-2).

Perfección por medio del sufrimiento
Fue la dádiva abnegada, el compasivo amor divino que condujo a Jesús a aceptar los sufrimientos que le sobrevinieron como resultado del conocimiento de su misión. Pero fue a través de estos sufrimientos que él fue hecho perfecto. Con el peso de la agonía del mundo sobre sus hombros y con su experiencia de la maldad de los hombres en altos cargos, aprendió perfecta obediencia a la voluntad del Padre. “Porque convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellas” (Hebreos 2:10).

Cuando comparamos nuestras propias vidas con la de Jesús quien se sacrificó tanto por nosotros, debemos darnos cuenta de la magnitud de lo que el obtuvo y lo poco que podemos hacer en compensación. Aún así, no hay nada más cierto que el hecho de que cada uno de nosotros tiene la capacidad “en Cristo” de lograr algo más para él y para el Padre quien nos escogió. Hay algo alentador en la confianza de Pablo en este sentido: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13).

Necesitamos examinar nuestros pensamientos, motivos, palabras y hechos con mayor cuidado para ver si estamos llevando la semejanza familiar divina. Por ejemplo, la mayoría de nosotros soportaría algún sacrificio en beneficio de aquellos a quienes amamos, o para quienes sentimos algún afecto. ¿Pero cuántos de nosotros sufriríamos pérdida por personas que no conocemos, o que podrían ser enemigos nuestros? ¿Cuántos de nosotros podríamos confesar con tranquilidad nuestras faltas secretas a otro, o esperar que nos escuchen con calma y amor si un asunto difícil es traído delante de la iglesia?

Todas estas cosas serían posibles si todos lucháramos para ser portadores de las características de la familia divina; las características de Dios, manifestadas por ángeles, vistas en su máxima expresión en Jesús, quien “gustó la muerte por todos” (Hebreos 2:9) y quien llevaría fruto en “muchos hijos.” De éstos se nos dice que Jesús “no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Hebreos 2:11).

La razón por la cual el Padre ha creado en Cristo una familia de hijos que le servirán a él y a los demás, es para que pueda reconciliar más personas consigo por medio de sus vidas y su enseñanza del evangelio. El propósito del reino es también muy semejante: los santos inmortalizados podrán manifestar las características divinas de servicio en tan gran escala de amor (como también de disciplina) que mucha más gente será incorporada en el “todo en todos” de lo que alguna vez haya sido posible antes. El mundo entero será inundado con un mensaje y una religión, “el evangelio eterno.”

Este es el máximo propósito por el cual Jesús soportó “sufrimientos;” éste es el fruto que sabía que resultaría de que la gloria de Jehová llenara toda la tierra (Números 14:21). Este es el gozo y la gloria en los que debemos poner nuestros ojos. Pero esto puede ser realizado solamente si nos entregamos sin egoísmo en servicio a otros, pues éste es el camino de la familia de Dios.

La fuente de fortaleza
Nuestro Señor y Salvador claramente trazó el camino para nosotros y tenemos que seguirlo en palabra y en obra. Pero sería insensato de nuestra parte creer que podemos conseguir tan gozosa consumación por nuestro propio esfuerzo. Es aún más verdadero de nosotros que de Jesús el hecho de que de nuestra parte no podemos hacer nada. A veces tardamos mucho tiempo en aprender esto.

Jesús vivió en una constante y continua comunión con su Padre, dejando constancia de que no concebía hacer algo que no estuviera de acuerdo con la voluntad de él. No sólo obtenía de él su fortaleza, sino que también volvía a él para renovarla cuando estaba exhausto después de sanar a los enfermos. Sólo tenemos que leer aquel extraordinario relato de su oración en Juan 17 para apreciar cuán real y estrecho era el vínculo entre él y su Padre. Es este lazo familiar que nosotros también debemos luchar por preservar.

Esta comunión de amor familiar aún persiste: el Padre y Jesús están allí para asegurar su preservación y hacerla finalmente perfecta. Jesús “es poderoso para socorrer a los que son tentados” (Hebreos 2:18), pues él mismo sufrió tentación, prueba, ansiedad, depresión. El amó, murió y se levantó a la inmortalidad no solamente para liberar del pecado a los hombres, sino también para poder ayudar a sus hermanos: “Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1). Pobre Esteban, quien mirando a los cielos en el momento de su muerte “vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios” (Hechos 7:55). Era como si Jesús quisiera reafirmarle que todo estaba bien: su futuro eterno estaba asegurado; su Señor estaba como abogado a la diestra del Padre para atestiguar la fidelidad de su siervo Esteban quien debía, a pesar de su sufrimiento, ser confortado.

El registro bíblico de esta revelación ha sido preservado para reafirmarnos también, que aun cuando no podemos ver lo que Esteban vio podemos creer que “el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20) sigue a la diestra del Padre para representar nuestra causa, aún rogando perdón por nuestras debilidades, a fin de que podamos ser reunidos en la completada familia, para continuar manifestando la gloria del amor del Padre en el reino.

Si tomamos conciencia de la realidad de la unidad de esta familia que en los cielos es estimulada y manifestada en todo momento, estaremos más capacitados en nuestros asuntos terrenales para guardar nuestras lenguas, disciplinar nuestras vidas, y dar y servir a todos, ya sean hermanos y hermanas o cualesquier otros en sus necesidades, sin ninguna excepción. Es esta clase de vida y servicio que hace que los hombres glorifiquen al Padre (Mateo 5:16) por medio de su respuesta al evangelio.

Es asombroso cómo Jesús ilustró completamente y enseñó la divinidad del servicio, y cuán completamente pertenece esto a la vida inmortal como también a la mortal. Pensemos en su humilde servicio en el lavado de los pies de sus discípulos (Juan 13:4-14). Recordemos su gracia inmortal preparando y sirviendo el desayuno a sus hermanos quienes habían estado pescando toda la noche (Juan 21:4-14), y entonces recordemos su bendición: “Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles” (Lucas 12:37).

Jesús en su vida y enseñanza nos mostró algo de las características y cualidades del “camino, la verdad, y la vida.” Nosotros debemos aceptarlas sin engaño o hipocresía y esforzarnos por imitarlas en nuestras vidas. El es nuestro Señor; él nos ha salvado de las terribles consecuencias del pecado; él es digno de nuestro profundo agradecimiento y alabanza. Pero no hay duda de que lo que le complace más es que permanezcamos en el esfuerzo de caminar en sus pasos.

El es el primogénito de una poderosa familia, y nosotros tenemos el privilegio de pertenecer a ella. Debemos este honor al Padre, quien nos escogió; por consiguiente, “a él sea la gloria en la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén” (Efesios 3:21).

John Marshall

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Publicado por la Misión Bíblica Cristadelfiana

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