Matrimonio

El matrimonio es tan viejo como el hombre, aunque no fue invención humana. Fue instituido por Dios, quien estableció sus términos antes que el primer matrimonio produjera su fruto:

“Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Génesis 2:24).

El verdadero significado de los términos de esta divina institución no siempre es completamente entendido. Si estos términos son cuidadosamente analizados se verá que el matrimonio comienza con sacrificio: un hombre y una mujer abandonan su propia familia para establecer otra. Se establece como una empresa conjunta: el hombre y la mujer se comprometen a vivir juntos como socios permanentes. Se consuma en la abnegación de sí mismos: el hombre y la mujer abandonan sus intereses individuales y su libertad personal para volverse una carne en unidad sexual e interés familiar.

Estos términos divinos del matrimonio son inmutables; deberán durar hasta que la vida humana llegue a un final; hasta que venga la vida en la cual hombres y mujeres “ni se casarán ni se darán en casamiento” (Mateo 22:30). Las Escrituras ponen en claro que estos términos no deben ser manipulados o alterados:

“Por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (Mateo 19:6).

Las personas del mundo pueden modificar estas provisiones del matrimonio; pueden hacer caso omiso de los términos y hacer del matrimonio un expediente temporal, para que concuerde con su criterio cada vez más inmoral. Pero el pueblo de Dios no se atreve a menospreciar o ignorar las implicaciones de Su ley matrimonial, diseñada para beneficio y salud de toda la humanidad.

Si alguno de los términos matrimoniales no es discernido espiritualmente, el matrimonio no puede ser feliz ni exitoso; por consiguiente es bueno que examinemos las implicaciones de cada uno de los términos.

Sacrificio

Una de las primeras cosas que enfrenta una pareja de jóvenes casados es el cambio en las relaciones con los padres. En vez de ser cada uno parte de su propia familia en la vida diaria ocurre una completa ruptura, y una relación enteramente nueva comienza entre el hombre y la mujer. Es un sacrificio del uno por el otro.

Si el matrimonio ha de ser verdaderamente feliz, el cambio fundamental de relaciones y el sacrificio que implica deben ser comprendidos por todas las partes involucradas. Debido a que este cambio no siempre es enfrentado y aceptado con realismo, pueden ocurrir problemas entre los socios en el matrimonio y los padres. Todos los chistes acerca de las suegras surgen de las dificultades que ocurren a causa de la falla de algunos padres en darse cuenta de que la sentencia de Dios, “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre…” es para el entendimiento tanto de ellos como de la joven pareja, y su negligencia en adaptarse a la nueva situación es en realidad desobediencia de la voluntad de Dios.

Una respuesta apropiada al propósito de Dios en este asunto y una pronta aceptación, por parte de todas las personas involucradas, de las nuevas relaciones creadas por el matrimonio, pueden conducir al feliz resultado que Dios se propuso. Ambos padres ayudarán sin egoísmo cuando la ayuda es necesaria, y sabiamente evitarán toda interferencia cuando es preferible que la pareja joven aprenda de la misma experiencia y de las Escrituras. Se encontrará que ellos buscarán la ayuda de sus padres cuando sientan la necesidad de hacerlo y los respetarán y amarán más cuando tal ayuda esté libremente disponible.

Para un hijo o hija que ha sido mimado y controlado por padres excesivamente ansiosos, puede parecer que el matrimonio hace de la separación de los padres verdaderamente un gran sacrificio. Pero el propósito del matrimonio es integrar una nueva relación en una nueva y divina familia y cada uno de los cónyuges debe tratar de convertirlo en una realidad divina.

Cuando todas las personas involucradas en la situación matrimonial reverentemente entienden el propósito de Dios, el resultado puede ser para todos una experiencia feliz y gozosa, especialmente cuando el matrimonio fructifica en el nacimiento de hijos.

Empresa conjunta

El matrimonio es una empresa no solamente privada sino divinamente dirigida: “Por tanto dejará el hombre…y se unirá a su mujer…” Por consiguiente, el matrimonio debe ser guiado por Dios; de lo contrario fallará en lograr la unidad de propósito. La Escritura revela que es “de Jehová la mujer prudente” (Proverbios 19:14), y que un esposo sabio “gobierna bien su casa” (1 Timoteo 3:4). Los Proverbios dan un cuadro detallado de la esposa dedicada (Proverbios 31:10-31), y Pablo en más de un lugar muestra al anciano de una iglesia como un esposo fiel e intachable (1 Timoteo 3:2).

La comprensión de este concepto divino del matrimonio añadirá gozo a la joven pareja que se ha empeñado en esta empresa de crear una nueva familia. También les ayudará durante las dificultades de su ajuste personal y en la ruptura con sus padres. ¡El matrimonio es mucho más fuerte cuando la pareja se da cuenta de que hay un tercer socio, aunque sea invisible!

Pocos retos son mayores que la experiencia del matrimonio. Ningún hombre o mujer normalmente alcanza tanta unidad en las relaciones con los padres o hermanos como la que se puede lograr en el matrimonio. El arreglo de un apartamento o casa, el gradual equipamiento del hogar con todo lo necesario, el ajuste del temperamento de cada socio a las necesidades de la vida familiar, el servicio conjunto en la vida de la iglesia y el gradual desarrollo de un criterio y carácter conformados por la nueva relación, todo contribuye a un divino concepto de unidad que no se encontrará en ningún otro lugar.

Durante todo el matrimonio es esencial que continúe la autoevaluación, de modo que ambos socios nunca pierdan de vista su misión divinamente dirigida en la vida espiritual. Si el matrimonio comienza a perder su espíritu de compañerismo, hay peligro de que cada uno se desvíe por su propio camino para su propio daño y el de los hijos, si es que existen.

Si algo va mal con un matrimonio, no puede permanecer como un asunto privado, algo que solamente le concierne al hombre y a la esposa: también es un asunto que le concierne a Dios. Esto debe tenerse en mente continuamente. Por consiguiente, un matrimonio nunca debe darse por seguro; ninguno de los cónyuges debe desatender los deseos o el bienestar del otro, y los dos necesitan recordar que su matrimonio es una empresa conjunta.

Abnegación personal

Es necesario enfatizar que mientras el matrimonio cumple ciertas obligaciones legales, da al hombre y a la mujer la oportunidad de hacer sus votos delante de testigos y hace posible que reciban exhortación, a los ojos de Dios el matrimonio es la unión del hombre y la mujer de modo que se vuelven una sola carne. Jesús enfatiza esto claramente: “… y los dos serán una sola carne. Así que no son ya más dos, sino una sola carne” (Mateo 19:5,6). No más dos personas, sino una; no más dos propósitos, sino uno; no más dos vidas, sino una en unidad divina. ¿Cuántos comprenden completamente el profundo significado de esto?

Dios era el esposo de la nación de Israel (Isaías 54:5; Jeremías 31:32) y deseaba que gozaran las bendiciones de la unidad familiar con El; pero el matrimonio se rompió porque la nación se marchó por su lado, volviéndose, a los ojos de Dios, una ramera (Ezequiel 16:28,35), sufriendo todas las malas consecuencias de la pérdida de la unidad con su Hacedor.

La unidad física de la carne en el matrimonio es un símbolo, un modelo de la unidad espiritual que también debe lograrse. Toda la paciencia, ternura y comprensión que el esposo debe ejercer con su esposa en la unión física debería practicarse en cada fase de la vida matrimonial. Cada uno debería tener en cuenta el bienestar del otro, y ambos deberían esforzarse por ajustar sus actitudes y vidas de modo que los deseos de Dios de alcanzar unidad espiritual con Sus hijos pueda lograrse en su vida familiar. Los intereses individuales deben ceder el paso a una abnegada dedicación al interés y protección del cónyuge para que la unidad familiar se vuelva un verdadero modelo del Padre “de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra” (Efesios 3:15).

La falta de aprecio por esta base divina y doctrinal del matrimonio es lo que muchas veces conduce a problemas conyugales. También la falla en darse cuenta de que, a menos que cada uno de los cónyuges conscientemente trate de adaptar su vida a la unidad física y espiritual que el matrimonio debe ser, quedará poca oportunidad de verdadera felicidad.

Un matrimonio feliz es el supremo ejemplo de compañerismo y de él puede fluir, por medio del ejemplo y guía, el compañerismo eclesiástico continuo a través de los hijos del matrimonio.

En el Señor

Las provisiones de la ley divina del matrimonio son claras e inmutables, y si les damos poca importancia o sólo las entendemos superficialmente, estamos arriesgando nuestra vida espiritual. Cuando Jesús vino, no solamente afirmó esta ley sino que enfatizó su autoridad divina y transformó el concepto de sus oyentes en una época cuando muchos hombres de Israel descuidaban sus responsabilidades con sus esposas.

Pablo, en un pasaje de gran belleza, levanta la ley matrimonial a una dimensión mas alta, cuando añade a la figura de Dios como esposo de Israel, la de Cristo como el novio de la iglesia (Efesios 5:32).

En términos claros mostró que como Cristo es la cabeza de la iglesia así el hombre debe ser cabeza de la mujer: el esposo que falla en realizar su responsabilidad en este sentido, y la esposa que falla en la obediencia a su esposo, están desobedeciendo la enseñanza de Jesús. Pero ninguno debe dominar al otro; tampoco deben vivir su vida, aun en el servicio de la Verdad, sin tener consideración del otro.

El esposo que se entrega al servicio de Dios sin tomar en cuenta las posibles consecuencias sicológicas y espirituales para una esposa que tendrá que realizar sola la tarea de cuidar de la familia, es culpable de falta de proporción espiritual. La esposa que se dedica completamente a las actividades espirituales, descuidando al esposo y familia, es de la misma manera culpable.

Jesús dio su vida por la iglesia; así es como el esposo, aun siendo él la cabeza, debe amar a su esposa; la iglesia es la novia de Cristo y así es como la esposa debe amar a su esposo.

Aun cuando ocurra que sólo uno de los cónyuges haya llegado a la Verdad, Pablo no permite que sea ignorada la ley del matrimonio:

“Si algún hermano tiene mujer que no sea creyente, y ella consiente en vivir con el, no la abandone. Y si una mujer tiene marido que no sea creyente y él consiente en vivir con ella, no lo abandone. Porque el marido incrédulo es santificado en la mujer, y la mujer incrédula en el marido; pues de otra manera vuestros hijos serían inmundos, mientras que ahora son santos” (1 Corintios 7:12-14).

El que ha sido traído a la luz de la Verdad puede así desarrollar madurez espiritual y una devoción correcta al matrimonio y a su tiempo influenciar al cónyuge. El escritor conoce un caso en que este resultado tardó más de veinte años en producirse, para la profunda y duradera felicidad de ambos cónyuges:

“Porque ¿qué sabes tú, oh mujer, si quizá harás salvo a tu marido? ¿O qué sabes tú, oh marido, si quizá harás salva a tu mujer?” (1 Corintios 7:16).

Aquellos que están en la fase del noviazgo o están pensando en el matrimonio, deben recordar que la completa felicidad puede ser lograda sólo cuando es “en el Señor.” La historia y la experiencia demuestran que donde no hay unidad de pensamiento y propósito, ya sea entre Dios e Israel, Cristo y la iglesia, o entre un hombre y su esposa, puede producirse la ruptura del compañerismo y unidad con Dios. ¿Cómo podría ser de otra manera? Esa es la tristeza y la tragedia del divorcio o la separación.

Cuando los israelitas fueron liberados de Egipto, se les dijo que no hicieran matrimonios con los pueblos de Canaán. Moisés dio la razón en términos que aún son relevantes en la actualidad:

“No darás tu hija a su hijo, ni tomarás a su hija para tu hijo. Porque desviará a tu hijo de en pos de mí, y servirán a dioses ajenos” (Deuteronomio 7:3,4).

Pablo tuvo mucho que decir al respecto cuando escribió:

“No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; porque ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué concordia Cristo con Belial? ¿O qué parte el creyente con el incrédulo?” (2 Corintios 6:14,15).

Correctamente entendido y vivido, el matrimonio es una parte del divino compañerismo en el cual el amor, la paciencia, simpatía, comprensión y servicio pueden ser verdaderamente aprendidos. Feliz es la pareja de la cual fluyen estas cualidades hacia el resto de la familia de la fe, pues su premio será la eterna bendición de Dios, el Padre.

~ John Marshall

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