La vida espiritual carente de buenas obras sería tan inútil como una lámpara sin luz. Pero ¿qué hemos de entender por buenas obras? Es obvio que deben ser de la clase que agradará al Padre, y Jesús nos da algunas ideas sobre este asunto. Cuando le preguntaron: “¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios?”, él respondió a la multitud cerca de Capernaum: “Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado” (Juan 6:28-29). Diciendo esto, reveló al pueblo la enorme cantidad de Escrituras en las que los profetas, desde Moisés en adelante, habían escrito acerca de él.
Estos profetas, quienes revelaron la voluntad de Dios, habían demostrado que todas las cosas giraban alrededor de Jesús. El fue el punto focal de toda la historia y la creación, y el “heredero de todo.” De aquí que la devoción a la palabra de Dios es la obra suprema, agradable a Dios y provechosa para el lector, pues, “toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16-17).
La parábola de las diez vírgenes (Mateo 25:1-13) enfatiza esto de modo particularmente vívido. Cada una de ellas tenía una lámpara. Cuando recordamos lo mucho que Jesús recurría a las Escrituras, la alusión se vuelve obvia: “Lámpara es a mis pies tu palabra” (Salmos 119:105). Cada virgen arregló su lámpara. La palabra griega es kosmeo y significa arreglar, adornar, embellecer. La palabra “cosmético” se deriva de ella; pero mientras la gente que usa cosméticos se arregla a sí misma, en la parábola las vírgenes arreglaron sus lámparas, que representan la Palabra. También nosotros hacemos esto cuando sujetamos nuestras mentes a una profunda devoción a ella. Esta es una buena obra en el mejor sentido espiritual.
El bien supremo
Por consiguiente, todo lo que expande y enriquece la actividad de la Palabra es una buena obra. Pablo continuamente enfatiza esto en sus escritos, y habría tenido dificultad en concebir buenas obras que no estuvieran relacionadas de algún modo con la Palabra. Escribió a los colosenses: “Que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios…” (Colosenses 1:10). También escribiendo sobre el cuidado pastoral de la iglesia, dijo a Timoteo: “Si alguno anhela obispado, buena obra desea” (1 Timoteo 3:1).
Tales obras constituyen el bien supremo y nunca deben ser descuidadas, pues son la evidencia de nuestro amor por el Padre y el cumplimiento del gran mandamiento dado por medio de Moisés y citado por Jesús: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Marcos 12:30). ¿De qué mejor manera podemos hacer esto sino por un dedicado estudio de Su voluntad?
Devoción a la voluntad de Dios implica la prontitud a ser como El en su bondad para con todos los hombres. Jesús propuso esto cuando agregó: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” Amor a Dios, amor a la Palabra, amor al prójimo, amor a nuestros semejantes. Esta es la esencia del verdadero amor. Esto también está expresado en la parábola de las diez vírgenes. Había algo más que la lámpara, la Palabra: era el aceite.
En el Antiguo Testamento el aceite es usado como medio de adoración, purificación y sanidad, y como símbolo de santificación, consuelo, gozo, paz y luz. Cuando Pablo escribió a los gálatas sobre los “frutos del espíritu,” los presentó como “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley” (Gálatas 5:22-23). Así que aquel aceite representa el espíritu de servicio a los demás, puesto que solamente en relación con otras personas cobran sentido estas virtudes. Son características divinas manifestadas en su perfección en la vida de Jesús y nosotros tenemos que transformarnos según su imagen.
Por consiguiente, la nueva vida debe ser rica en obras como en palabras: en compasión como en verdad. Tal como Dios, “hace salir su sol sobre malos y buenos, y…hace llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:45), de la misma manera Sus Hijos concederán generosamente los beneficios que han recibido del amor de Dios a todos, dentro o fuera de la fe, sin consideraciones de raza o credo. Muchos de nosotros no somos tan vigorosos ni abnegados como debiéramos serlo en este sentido.
Las buenas obras son los frutos del espíritu generoso que se desarrolla en los santos como resultado de conocer a Dios y recordar su obligación a El. A los israelitas se les mandó que amaran al extranjero “dándole pan y vestido… porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto” (Deuteronomio 10:18-19). Jesús también exhortó a sus seguidores: “Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas” (Mateo 7:12).
Jesús es nuestro supremo ejemplo de buenas obras fundadas en la firme resolución de dar antes que recibir: “El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:28). El dador divinamente motivado es más bendecido que el receptor. Por esto la vida en la fe no es una aceptación pasiva y apática de la doctrina, ni un gozo egoísta de los dones del Padre con poca o ninguna idea de compartir con los demás, sino una manifestación activa del amor divino que aprovecha cualquier oportunidad de servir dondequiera que se encuentre o sea necesitado.
Balance de intereses
Aquí como en otros aspectos de la nueva vida uno tiene que balancear los intereses en contraste: en este caso la Palabra y las obras. El apóstol Santiago fue directo al enfatizar esto cuando discutió la importancia de la fe y las obras: “¿De qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle?” (Santiago 2:14). Con lógica irrefutable y ejemplo vívido el apóstol demuestra que la fe tiene poco valor si no se materializa en obras, y concluye su argumento diciendo: “Porque como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta” (Santiago 2: 26).
A pesar de la evidencia de la Escritura y las exhortaciones en las cartas apostólicas sobre la preservación de un cuidadoso equilibrio entre la fe y las obras, aún podemos ser culpables de negligencia en uno u otro caso o algunas veces en ambos. Es posible que otras agrupaciones religiosas fuera de la nuestra hayan perdido tanto el significado de estas exhortaciones como para volverse exponentes sobresalientes de las obras cristianas, pero casi completamente vacías de la fe cristiana. De manera que si a los ojos de Dios, tener fe sin manifestar obras es estar muerto, entonces manifestar obras sin tener fe significa no haber vivido nunca delante de El. La fe y las obras están unidas, y la vida no es nada sin ellos. Santiago arguye: “Yo te mostraré mi fe por mis obras” (Santiago 2:18). Por consiguiente debemos ejercer cuidado y asegurarnos de no enfatizar demasiado a una a expensas de la otra.
Ha de haber equilibrio no sólo entre la fe y las obras, sino en el énfasis de las obras que constituyen nuestros frutos generosos de fe. Debemos tratar de compartir nuestro servicio y nuestras obras para que nuestros hermanos en la fe no sean olvidados en un equivocado entusiasmo por servir a los de afuera o vice versa: “Así que según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe” (Gálatas 6:10).
Aun cuando la enseñanza y la exhortación dicen claramente que es deseable mantener un equilibrio en la dirección de nuestras obras, podemos estar tan llenos del deseo de servir a los hermanos como para ignorar las necesidades de las demás personas que nos rodean. En tales casos la parábola del buen samaritano restaurará nuestro punto de vista espiritual, pues Jesús muestra aquí que si deliberadamente pasamos al lado equivocado del camino en presencia de la necesidad, podemos ser deliberadamente excluidos del lado correcto del reino en el día de Cristo.
El amor espontáneo
Las buenas obras deben constituir la expresión exterior y espontánea de un espíritu interior de amor por la humanidad. Esta era una característica sobresaliente del unigénito Hijo de Dios, la cual lo identificaba con Su Padre. Debe ser la señal de divinidad en los adoptados hijos e hijas de Dios. Es esta característica en nosotros la que nos identifica con el Padre al mismo tiempo que lo glorifica. “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5:16). Es cuando los hombres están en presencia de un carácter completamente abnegado que reconocen la cualidad de lo divino; y es solamente esta clase de persona que puede realmente conocer a Dios (Jeremías 22:16).
Tal servicio debe ser abnegado y no debe hacerse con el único fin de predicar el Evangelio. El hombre herido de la parábola pudo haber tenido escasas posibilidades de recibir ayuda y consuelo si el buen samaritano hubiera intentado primero descubrir si recibiría sus enseñanzas. El amor busca solamente la oportunidad de servir; no busca recompensa ni impone condiciones. Pero muchas veces es grandemente recompensado al ganar un alma para Cristo.
Algunos se conmueven tanto, como Jesús lo hizo, por los sufrimientos de otros, que buscan empleo a tiempo completo en profesiones que permitirán la expresión entera de su conmiseración. No hay cálculo analítico de motivos; la piedad es conmovida y la piedad se pone en acción. Algunos trabajan como enfermeras y enfermeros, y los hospitales por todo el mundo, así como el Hogar y Hospital Cristadelfiano para Ancianos en Birmingham, Inglaterra, se benefician de su labor amorosa. El trabajo es duro y demanda gran paciencia, pero es un trabajo que con seguridad será aprobado por el gran Médico. Otros que siguen diferentes oficios comparten su tiempo libre dando algunas de sus horas nocturnas al Hogar y Hospital reduciendo así la carga del personal de tiempo completo y ayudando a entretener a los pacientes.
Otros, en profesiones como la enseñanza, llegan a los niños minusválidos, retardados, o que son víctimas de matrimonios disueltos, y les llevan sus habilidades especiales y su simpatía, como maestros o directores en hogares para niños. Esto también es un trabajo difícil y penoso, pero puede ser altamente recompensado, especialmente cuando un niño responde inesperadamente con un acto de cariño que expresa un profundo sentimiento de aprecio.
Religión pura
Un empleo de tan abnegada naturaleza es una prueba al mismo tiempo que un desarrollo del carácter y no todos tienen la capacidad o la paciencia para desempeñarlo. Sin embargo, todos nosotros hemos sido llamados para servir como Jesús lo hizo, y siempre están a nuestro alcance los ancianos, los débiles y los enfermos, a menudo muy cerca de nuestro hogar, los cuales necesitan y reciben con beneplácito nuestra ayuda y consuelo. Algunas veces todo lo que se necesita es sentarse y escuchar pacientemente a un alma que desea desahogarse.
Sentir la urgencia de ayudar a otros, aun de manera servil, es ser sensible a “la participación de sus padecimientos [de Cristo]” (Filipenses 3:10). Cuando Santiago escribió su epístola “a las doce tribus que están en la dispersión” (Santiago 1:1) les recuerda la autodisciplina que se habían propuesto en su lucha de fe, y los deberes hacia los demás. A los que se consideraban religiosos les define en términos prácticos lo que esto significa: “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es ésta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo” (Santiago 1:27).
Ningún verdadero judío habría rechazado visitar o preocuparse por el extranjero necesitado dentro de su comunidad, además de su cuidado por su propio pueblo. Como judíos espirituales también nosotros debemos mostrar la misma compasión por todos. Pero alguien que tiene que calcular si esta o aquella buena obra debería hacerse, corre el peligro de ser juzgado por conducirse por la letra de la Palabra y no por su espíritu.
Jesús extendió su mano para ayudar antes de decir “vete y no peques más.” La compasión responde inmediatamente a la necesidad sin atención al credo, color, raza o relación, aun cuando posteriormente podamos buscar el bien eterno de los que reciben nuestra ayuda. Nuestra ayuda y consuelo debe estar disponible para ellos aunque rechacen nuestra ayuda espiritual.
La intensidad del sufrimiento
Aunque seamos generosos en el uso de nuestros dones en el servicio a otros, una multitud de necesidades aún reclamará la atención de nuestro corazón y nuestro bolsillo, sin que podamos ayudar a todos. Algunas apelarán especialmente a nuestra compasión: hogares para niños huérfanos y ciegos, asilos para ancianos desamparados, y organizaciones que solicitan ayuda para los hambrientos del mundo. No podemos esperar ayudarlas a todas; pero nuestra mano izquierda aún se extenderá para ayudar, antes de que la mano derecha sepa lo que se ha hecho.
Como hijos de Dios no podemos permanecer insensibles al sufrimiento, ya sea dentro de la familia de la fe o en el mundo: lo que demos en ayuda o dinero difícilmente puede ser más significativo que la ofrenda de la viuda comparado con la vasta cantidad de necesitados que existe, pero debe darse porque éste es el deseo de nuestro Padre; es nuestra fe, nuestro fruto del espíritu, nuestro amor. Nuestro Padre nos ha bendecido tan abundantemente que debería ser la más natural reacción el deseo de compartir estas bendiciones con otros. Todo lo que tenemos es solamente prestado de El; todo es Suyo y El desea que lo usemos para el más grande provecho espiritual.
No hay gran virtud espiritual en cuidar de los nuestros en la familia o vida eclesiástica; esto se espera de nosotros. “Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:46-48). Lo que es virtuoso es la generosidad del servicio a aquellos que nos odian, se burlan de nosotros, y que fácilmente pueden hacer algo que nos dañe: “Si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber” (Romanos 12:20). Persistir en buenas obras como éstas es propiamente manifestar a todos la generosidad del Padre, pues como Pablo dice: “haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza.”
Si participamos en el alivio del vasto sufrimiento que nos rodea, estando firmes en nuestra devoción a la Palabra de Dios que nos salva, y siendo predicadores del Cristo que murió por nosotros, estaremos preparados para los días de nuestra inmortalidad (si así somos bendecidos); de este modo podremos entender los problemas de los ciudadanos mortales del reino y ser de ayuda para ellos con manos fortalecidas por el poder de un vida sin fin.
John Marshall
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Publicado por la Misión Bíblica Cristadelfiana