Cuando un nuevo hermano es crucificado, muere y resucita de entre los muertos en la figura del bautismo, comienza la nueva vida como hijo adoptivo de Dios con total lealtad a El como Padre celestial. La primera consecuencia de esto es que el creyente entra en un compañerismo o asociación, en un propósito común con Dios, Jesús y una multitud de sus hermanos.
Lealtad a Dios
Este concepto divino de compañerismo significa que cada aspecto de la vida tiene que ser vivido, y cada decisión tiene que ser tomada con esta lealtad a Dios en mente. En ningún momento debe existir la posibilidad de doble lealtad.
En esta vida, el creyente está obligado a vivir bajo la autoridad del Estado, y surgen problemas cuando tiene que decidir hasta dónde debe llegar su obediencia a esta autoridad. Hasta Jesús tuvo que tomar decisiones de esta naturaleza.
En cierta ocasión, los discípulos de los fariseos y herodianos, quienes representaban puntos de vista políticos totalmente opuestos, se reunieron con el propósito de tender una trampa a Jesús, preguntándole: “¿Es lícito dar tributo a César, o no?” (Mateo 22:17). Si hubiera contestado, “Sí, es lícito,” entonces según el criterio de ellos habría abandonado su pretensión de ser el Mesías y libertador de Israel. Habría expresado su disposición a favor de que los judíos continuaran bajo el pesado yugo del gobierno romano y sus impuestos.
Si, por el contrario, hubiera dicho, “No, no es lícito,” entonces ellos habrían podido denunciarlo a las autoridades romanas haciendo que fuera arrestado. Su hábil respuesta evadió ambas posibilidades:
“Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22:21).
La forma de su respuesta estaba basada en el mismo consejo que antes había dado a sus discípulos:
“Yo os envío como a ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes, y sencillos como palomas” (Mateo 10:16).
En este caso Jesús trató el asunto del tributo, o impuestos, e hizo ver claramente a sus oyentes que, dadas las circunstancias, se debían impuestos a César y tenían que pagarse. Pero también dejó en claro que tenían responsabilidades para con Dios, y éstas también tenían que ser cumplidas.
Cuando el apóstol Pablo escribió a la iglesia en Roma diciendo “Sométase toda persona a las autoridades superiores,” también enfatizó que era obligación del creyente cumplir con los legítimos requerimientos de las autoridades:
“Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; al que honra, honra” (Romanos 13:7).
Pero, y esto debe ser fuertemente enfatizado, el creyente debe mantener siempre en mente su lealtad total a Dios. Jesús puso en claro esto cuando dijo:
“Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mateo 6:24).
El creyente está obligado para con Dios como hijo, y acepta y obedece las demandas del Estado solamente hasta donde no entran en conflicto con los mandamientos de su Padre.
Pedro y los apóstoles pronto tuvieron que enfrentar el problema de la lealtad cuando las autoridades judías de Jerusalén les encargaron que no enseñaran en el nombre de Jesús. Ellos correctamente contestaron:
“Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5:29).
Consciente de las dificultades del creyente al tomar decisiones sobre las demandas del Estado, Pedro escribió:
“Por causa del Señor someteos a toda institución humana, ya sea al rey, como a superior, ya a los gobernadores, como por él enviados para castigo de los malhechores y alabanza de los que hacen bien” (1 Pedro 2:13,14).
Lo que Pedro estaba diciendo era que los creyentes debían ser ejemplo de pacíficos observantes de la ley delante de todos. Pero su propio martirio fue una ilustración de que el Estado puede hacer exigencias que sólo Dios tiene derecho a hacer, y tales demandas deben ser resistidas hasta la muerte.
Principios que aún son válidos
¿Podemos aplicar actualmente el principio bíblico de la obligación con Dios y el César? En muchos casos podemos. Todos pagamos nuestros impuestos voluntaria si no alegremente. Nadie debería intentar, ni en el menor grado, evadirlos. Pero ¿hasta qué punto debemos involucrarnos en los asuntos del Estado?
Uno de los privilegios de la ciudadanía es la oportunidad de votar por candidatos en elecciones locales y nacionales. Si el creyente fuera un verdadero ciudadano de este mundo votaría, ya fuera por un partido o por otro, según el caso. Pero el creyente no es ciudadano de este mundo:
“Porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir” (Hebreos 13:14).
El apóstol Pablo, escribiendo sobre el alto llamado de los creyentes hecho por Dios en Cristo Jesús, para que fueran del mismo parecer y tuvieran la mente de Cristo, dijo:
“Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo” (Filipenses 3:20).
¿Podrían los miembros de una comunidad de creyentes ser del mismo parecer o tener la mente de Cristo si estuvieran divididos por las facciones políticas del Estado? ¿Respaldaría Dios, o aprobaría que sus siervos apoyaran a todos los partidos políticos y políticas nacionales en todo el mundo?
La razón de la venida del reino de Dios a la tierra, con el gobierno de Cristo y sus hermanos que piensan de la misma manera que él, es el fracaso de la política humana en lograr la felicidad de la humanidad que sólo proviene del conocimiento de Dios y de sus bendiciones. Esta deficiencia será corregida en la era venidera.
Mientras tanto los creyentes sirven mejor al Estado y al mundo evitando involucrarse en políticas que llevan rápidamente a la ruina a la raza humana.
Servicio en los tribunales
Otro deber de la ciudadanía es la obligación de servir al proceso de la ley y del orden atendiendo la cita para ser miembro del jurado que juzga a los prisioneros. En gran Bretaña, por lo menos, según la ley, no hay exención del servicio de jurado por razones de conciencia, aunque los que desempeñan determinadas ocupaciones clasificadas están exentos de prestar este servicio.
Debido a que el jurado está destinado a proteger al inocente antes que a vengar la culpabilidad, muchos creyentes con su conciencia tranquila han prestado servicio como jurados. Cada uno debe estar satisfecho en su propia mente.
Este es un asunto que debe ser decidido tomando en cuenta, por lo menos, algunos principios bíblicos, y no en base a un criterio precipitado, recordando siempre que somos hijos de Dios y que nuestra ciudadanía está en los cielos.
El servir como jurado implica, sobre todo, el ejercicio de juzgar. Sobre este amplio asunto Jesús dijo lo siguiente:
“No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados y con la medida con que medís, os será medido” (Mateo 7:1,2).
Por lo que Jesús dice en el contexto es obvio que estaba previniendo a sus oyentes que fueran cuidadosos acerca de la forma como juzgaban a la gente. Si se proponían dar sus veredictos y sentencias sobre otros sin piedad ni misericordia, entonces debían esperar ser juzgados también ellos de la misma manera. El creyente cuando piensa en su propio juicio en la venida de Cristo, el juez de todos, espera y ruega que pueda lograr misericordia en las manos del Gran Juez.
La práctica de juzgar
Cada creyente tiene que juzgar de vez en cuando; pero Jesús no deja en duda a nadie sobre la clase de juicio que debemos realizar, y Pablo también muestra que se espera esto de nosotros. En realidad demuestra que en algunas situaciones los creyentes habían dejado de usar sus privilegios espirituales adecuadamente. Esto es lo que dijo a los corintios:
“¿Osa alguno de vosotros, cuando tiene algo contra otro, ir a juicio delante de los injustos, y no delante de los santos? ¿O no sabéis que los santos han de juzgar al mundo? Y si el mundo ha de ser juzgado por vosotros, ¿sois indignos de juzgar cosas muy pequeñas? ¿O no sabéis que hemos de juzgar a los ángeles? ¿Cuánto más las cosas de esta vida? Si, pues, tenéis juicios sobre cosas de esta vida, ¿ponéis para juzgar a los que son de menor estima en la iglesia? Para avergonzaros lo digo. ¿Pues qué, no hay entre vosotros sabio, ni aun uno, que pueda juzgar entre sus hermanos, sino que el hermano con el hermano pleitea en juicio, y esto ante los incrédulos?” (1 Corintios 6:1-6).
En algunos casos es obvio que nadie debería estar mejor preparado que los creyentes para juzgar a sus conciudadanos como jurado. Posiblemente aquí reside la razón del por qué algunos están prestos a rendir este servicio.
Hace muchos años, este escritor decidió como asunto de conciencia que no veía razones para rechazar este servicio. La experiencia fue iluminadora. La verdad estuvo frecuentemente vestida con cualquier traje, excepto de justicia, y el juicio no siempre fue moderado por la misericordia. Pero la más desbordante impresión que fue dejada en su mente fue la de que estaba en el lugar equivocado. Estaba cooperando con incrédulos cuya actitud mental pertenecía a un mundo en el cual el creyente es sólo un peregrino, y cuyos juicios eran parte de una ciudadanía para la cual somos extranjeros. El aguijón del consejo de Pablo a los santos respecto del juicio viene al final:
“¿Y esto ante los incrédulos?”
Quizás no haya ninguna consejo bíblico completamente definido que pueda satisfacer a todos, y cada creyente debe decidir el asunto personalmente. En decisiones de esta clase, nada debe oscurecer nuestra lealtad a Dios, nuestro Padre, y a Jesús, nuestro Señor. Nada debe disminuir la gloria de nuestro llamado o la maravilla de la Palabra de vida que sostiene nuestra ciudadanía celestial. Estos son los más elevados criterios espirituales en base a los cuales deben ser tomadas todas nuestras decisiones.